Málaga

La llamábamos “La Maga”, porque nos costaba llamarla por su nombre real, que empieza diciéndose “La Mala”. ¿Pero cómo íbamos a llamarla “La Mala”, si era nuestro segundo hogar, el lugar donde pasábamos los veranos, año tras año junto al mar, retornando a la vieja casa cada día cargados de sal, bañados de sol, y al volver a Sevilla lo hacíamos con la piel quemada y una sonrisa de oreja a oreja por haber disfrutado de un verano feliz, aunque no sabíamos aún lo felices que éramos, no nos hacíamos una idea.

El camino a Málaga es recto, monótono y polvoriento en su mayor parte, luego torna a la derecha y se hunde durante media hora en el interior de una cuenca invisible hasta llegar a la cabeza de roca de un indio acostado, que parece contemplar las estrellas, y, acto seguido, sube un momento hasta las nubes y luego baja de nuevo, entre montañas, para concluir la ruta a orillas del Mediterráneo, ese enorme lago azul que en verano amanece gris algunos días, pasando luego a verde y al que se traga la noche hasta hacerlo invisible. En julio, una enorme luna roja se baña entre sus olas.

Deja un comentario