Edén

Vivimos entre sueños, apetencias, recuerdos, ideas o pensamientos. Apenas los alcanzas con la punta de los dedos, incluso ni siquiera con tus dedos, sino con los dedos de aquel conocido o familiar a quien secretamente envidias, que siempre parece ser más feliz y tener más que tú, no importa cuanto te esfuerces en luchar por vivir tu vida, pero sabes que aunque él tuviera lo que ansías y tú no, al menos tú lo tendrías quizá un poco más cerca, más convencido de que puede que al final sí que sea posible llegar a esa meta. Si ellos pueden, por qué no ibas tú a poder.

Todo lo que nunca tuviste lo tienes ahora y aún así deseas cosas mayores que, al igual que años antes, actualmente te parecen imposibles de alcanzar, pero, sentado ante este fuego, medio recostado sobre esta vieja silla rondeña, mientras se quema lentamente la leña recogida de las laderas de arriba, mientras las llamas desprenden los olores a monte y a raíz largamente escondida e impregnada de tierra antigua, quizá se ve todo un poco más cerca y más claro. Y estos deseos poco a poco empiezan a tomar forma en la realidad, quemadas ya las etapas pertinentes que anteceden al éxito. No se puede fracasar siempre: un día las cuentas por fin salen, las decisiones funcionan y la máquina por fin engrasada y bien ensamblada empieza a ponerse por fin en marcha.

Aquí la noche parece más larga y durante la madrugada te da tiempo a hacer todo lo que antes no te era posible. Todo es más fácil, como si las faldas de las montañas se inclinaran a tu favor para acelerar el peso de tus ideas. Sí, hay algo en este lugar que resulta propicio para conseguir lo que quieres, pero lo que aún no sabes es que quizá simplemente fue aquí donde descubriste por vez primera que eras capaz de hacer buen uso de tu soledad, y que en el fondo eras perfectamente capaz de todo lo que te proponías; que aquí el murmullo del agua acallaba las burlas, el aire fresco te permitía respirar sin límites, y la luna y las estrellas limpiaban tus ojos de decepciones y te permitían ver más claro. Que no necesitabas a los demás más de lo que ellos te necesitan a ti.

Tal vez sea eso la vida: aprender a crecer por ti mismo y tomar tus propias decisiones, pues nadie puede ayudarte a escoger tu propio camino; eso has de decidirlo tú mismo y tal vez sería insensato dejarse ayudar demasiado en una cuestión de tanta importancia.

Y aun así fallamos, como siempre hemos hecho.

En tus ojos

Veo aún el brillo de nuestro primer baile juntos, sin saber aún cómo vestirnos para gustarnos el uno al otro, sin saber siquiera si nos gusta lo que estamos haciendo, entre luces de neón y sombras, mientras fuera cae una cortina de agua helada que no nos preocupa en absoluto porque no recordamos que es de noche, ni que habrá que volver a casa pasadas unas breves horas. Ni siquiera recordamos que el tiempo existe ni aun así cómo se mide. Solo nos sentimos.

Recuerdo cómo subimos, desembragando, aquella larga cuesta en Málaga que antaño, un siglo atrás, bajara mi abuelo en bicicleta. El coche se iba para atrás en cada semáforo, pero aun así logramos que subiera hasta el Puerto de la Torre, aun más rápido que el descapotable que teníamos al lado.

Todo al son de esta canción, que acompaña bien casi todo, como una amable invitación al primer beso, larga y esperada sorpresa, punto de partida de una larga historia que cambiará totalmente nuestras vidas para siempre.

Dos

Para mí el dos siempre fue un número de color rojo, mi preferido entre todos aquellos contenidos en la escala cromática. Tengo la suerte de vivir en la década roja, la segunda del segundo siglo de nuestra era. Creo firmemente que las segundas partes a veces pueden ser no solamente buenas, sino incluso mejores que la anterior, superando la frialdad aún no del todo esbozada de la primera vez.

Es increíble descubrir cómo una historia se te mete en la cabeza, más que una idea, mucho más que un estudio, una obsesión por alguien del sexo opuesto o una persecución profesional o monetaria. Necesitamos historias, precisamos de aquellas palabras que antaño nos hicieran temblar de miedo o de felicidad antes de irnos a dormir y con cuyos episodios soñábamos enriqueciendo nuestra imaginación, única arma contra la rutina. Y esto es porque a vivir no nos enseña nadie, ningún manual ni ninguna otra persona con otros medios y experiencia, nadie nos enseña más que una buena historia.

Aún recuerdo cómo empezaba aquel relato inconcluso que iniciamos a medias, como casi siempre, con un viaje inesperado bajo la sombra de la noche hacia la dirección sobre la que acostumbra a aparecer el sol entre viejas almenas de piedra, reluciendo sobre las losas de mármol apiladas en la fábrica de un camposanto.

El hotel del fin del mundo

Es una tarde con una luz similar a aquella otra de nuestro enlace, pero mucho más fría, ya puestas las flores de Pascua sobre las mesas vestidas con manteles de color vino, y la enorme chimenea doble encendida, calentando el gran salón encalado y vacío, recubierto de vigas. Me recuesto sobre uno de los vencidos sofás y sueño durante media hora que me parece eterna, frente a un café humeante acompañado de un paquete de azúcar con cita.

En mi sueño hay un padre orgulloso de ver a su hija casarse con un hombre de origen incierto, sin apellidos distintivos, pero con una ambición desmedida por vivir la vida que nunca le dejaron tener. No sabe que apenas un año más tarde la misma vida le traerá un nieto que portará su nombre y que será la viva imagen de sus comienzos. Si lo supiera, le diría a aquel niño que no creciera nunca.

Al abrir los ojos te veo a ti y a nuestro hijo y sonrío, repleto. El sol cae en dirección a Sevilla y la última noche de estos dos duros años llega inexorable. Mañana amaneceremos en Cádiz, como debe ser.

Polo

Fue nuestro primer bólido de carreras. Mi tío Pepillo, propietario de un desguace ubicado en algún lugar incierto de los alrededores de la ciudad, lo tuneó apropiadamente para su época y le colocó unos altavoces que realzaban la música de casete que entraba por la antena colocada sobre el capó con alegre altanería. Un coche pequeño, lento, pero que para nosotros era de categoría. Durante más de una década soñé con poder conducirlo, sabiendo que el día que lo consiguiera entonces me habría hecho mayor, siendo al menos semejante a mi padre, a quien tanto admiraba y temía.

Dos décadas después, mi tío político, portador del mismo nombre que el modelo del coche de mi padre, me cedió un automóvil apenas usado, similar en tamaño y prestaciones, con la única salvedad de que el cuentakilómetros llegaba hasta 200 km/h, cosa que antes del cambio de siglo no era tan frecuente en un utilitario de aquel formato. Lo exploté al máximo, otorgando a aquel vehículo, tanto tiempo inmóvil y olvidado, una segunda vida, llegando con él hasta todas las provincias de mi tierra, antaño pobladas de caballos. Buscaba sus límites sin encontrarlos; puse a menudo mi vida en compromiso a través de riscos y cuestas que el motor apenas si alcanzaba a superar, pero siempre obteniendo la alegría de volver sano y salvo a casa después de cada aventura recorrida por los campos de Andalucía.

Para mí el automóvil representa el intento humano de romper las fronteras puesto al alcance de la clase media, o al menos eso fue durante buena parte del siglo XX. Al mismo le debemos casi tanto como los marinos mediterráneos a sus carabelas o los pilotos de correo transoceánico del periodo de entreguerras a sus viejos aviones de hélice. Todos los vehículos son instrumentos de libertad.

Don

Durante incontables y largos años, un plazo que ahora parece brevísimo y remoto, viví sin conocer el dinero. No tenía idea, ni siquiera aproximada, de su valor ni de las posibilidades que ofrecía, y no le otorgué interés alguno. En lugar de ello, me refugié en las palabras, a la vez preciosas y útiles, como reliquias con las que podía plasmar ideas y ensueños míos —quizá no míos del todo, tal vez en parte inspirados por otras fuentes— y comunicarlos a otras personas, aunque mi intención era tan solo darles forma, no compartirlos en primera instancia. Más tarde me vi obligado a emplear las palabras, aquellos tesoros puestos durante décadas a buen recaudo en lo más profundo de mi interior, para fines lucrativos y comprobé el poco valor que tenían para el mercado aunque para mí lo fueran todo o casi. Maldije aquella vanidad y estupidez creada en mi opinión por personas huecas y sin escrúpulos, que juzgaba sin conocer plenamente. Pero el paso de los años me hizo darme cuenta de que, fuera de las palabras, más allá de las metáforas, recursos literarios y descripciones, lo que queda es la vida. «Unos viven y otros escriben», me dije.

Lluvia

Volvía a llover, pero esta vez la lluvia era débil, sin dejar por ello de ser fría, y traía con ella un remoto olor a polvo, arrastrando las hojas resecas de otoños pasados.

Volvía la cabeza para mirar al pasado, que ya apenas si tenía efecto visible en mí, pero que aun así había existido alguna vez, como perdura en el subconsciente de mis años púberes el olor de las hojas de los chopos horas después del paso de una tormenta, imposible de olvidar del todo, aunque lo creamos.

Volvía a recorrer aquella maravillosa y antigua carretera que conducía a Sausset-les-Pins y a la costa. Ya no me paraba en la cooperativa vinícola para degustar vino rosado de Bandol, sino que seguía hasta el término, hasta llegar al mar.

A mí

Buscadme en medio de valles remotos,

entre pinsapos si es posible,

vestido de guardabosques y arrodillado

frente a un caño de agua bajo roca

que mane luz y aceite.

No estaré en las calles de los hombres.

Un día me hallaréis quizá postrado,

en la más alta almena del Torreón,

sin fuerzas, bajo estrellas mortecinas,

sobre un cielo amenazando tormenta.

Orígenes

Mi padre acostumbraba a llegar bien tarde, visibles ya todas las estrellas, con barro en las botas y olor a monte en las ropas. Su chamarra de cuero pardo conservaba los aromas de todo a cuanto se había acercado durante el día: humo de leña, molletes de harina, lodo del río y matojos; pelo y sangre de oveja. Acercaba las rudas manos al calor de la lumbre para secarse el primer rocío caído de la noche y quitarse las espinas de los dedos y entonces, mientras esperaba a que mi madre volviera a calentarle la sopa de nuestra ya digerida cena, nos contaba historias de hombres que ya no existen, hombres que alguna vez fueron de nuestra familia pero que nadie recuerda aquí ya.

Muchas veces nos contó la historia de uno de nuestros tatarabuelos, quien salió un día de casa, bajó al campo a trabajar y nunca volvió. Días más tarde lo encontraron tendido sobre un sendero que habría recorrido miles de veces, con la nariz metida en un charco de fango y los dientes apestando aún a alcohol. Maldecíamos las viejas historias de familia que acababan mal, de nuestros parientes renegados de pueblos cercanos pero aun así rivales, del rencor de amantes robados, de hermanos separados y de herencias derrochadas o perdidas, pero nuestro padre decía que a la familia siempre hay que apoyarla y recordarla, pase lo que pase, porque nadie más lo hará por nosotros y nadie compadece los errores ajenos, sino que los aprovecha a su favor y para nuestra desgracia durante generaciones.

Nos hablaba también de caminos siempre ocultos bajo la eterna sombra de valles históricos, entre árboles antiguos y precipicios de roca caliza, de pinos reluciendo bajo el brillo del atardecer, de la primera estrella sobre la montaña que le mostraba la dirección que había de tomar para volver cada noche a casa. Del color del agua del río una vez caída la noche y del continuo cantar del río por la noche, cuando todo el mundo duerme y todas las voces se han callado.

Nos insistía en la importancia de las tradiciones y en no olvidar nuestros orígenes ni consentir que nadie se burle de ellos por desconocimiento o insensatez; aunque salgamos afuera a ver mundo y aprender nuevos oficios, siempre habrá un hogar al que ansiemos volver sobre todas las cosas antes de morir, un hogar que amar y proteger.

Veroño

Desde hace ya algunos años, el calor se extiende algo más de lo permitido una vez pasado el verano; unos dicen que siempre ha sido así, otros que es obra del cambio climático, aunque en estos tiempos ya no se puede hablar con seguridad de nada, dado que todo debe ser relativo y sometido a examen por autoridades incompetentes en mayor o menor medida. Mi balance de este año es que jamás había pasado tanto tiempo esperando ni viendo tantos días pasar en balde, ni escuchando consejos estúpidos emitidos desde la distancia por parte de personas que no se los aplican.

Este verano no hemos visto más barcas que los vagones de mercancías provenientes del puerto ni sentido más agua salada que las pocas gotas fangosas despedidas por alguna tormenta eléctrica aislada de mediados de agosto. Ha sido un verano largo y sacrificado, lleno de soledad y prácticamente falto de apoyos, casi ascético, que ha dado para muchas reflexiones, pero sobre todo para observar comportamientos ajenos, de los cuales siempre se puede tomar nota para no cometer errores en el futuro ni malgastar energías que no nos sobran en gente que no merece la pena nombrar siquiera.

El veroño, veranillo de San Miguel o como quieran llamarlo es una época confusa que huele a otoño a ratos pero bajo un sol que pica y escuece sin llegar a calentar lo suficiente el agua estancada como para apetecer darse un baño. Es una época propicia para terminar de perder amistades tras el largo periodo estival durante el cual cada uno se pierde por su cuenta en ese entramado de ilusiones temporales que apenas si dura un trimestre pero al que sigue un curso académico o laboral (para el que se rija por las leyes del Estado) largo, larguísimo y tedioso.

Con todo, es momento de recomenzar y seguir aprendiendo, una vez más, de todo cuanto acontece. Al fin y al cabo la vida es eso, o algo parecido nos vendieron.